Diccionario de símbolos
Juan Eduardo Cirlot
Prólogo a la primera edición
Nuestro interés por los símbolos tiene un múltiple origen; en primer lugar, el enfrentamiento con la imagen poética, la intuición de que, detrás de la metáfora, hay algo más que una sustitución ornamental de la realidad; después, nuestro contacto con el arte del presente, tan fecundo creador de imágenes visuales en las que el misterio es un componente casi continuo; por último, nuestros trabajos de historia general del arte, en particular en lo que se refiere al simbolismo románico y oriental. Pero no era posible seguir cultivando la imagen per se, que se traduce en orgía de los sentimientos espirituales, si vale la expresión. Y como la atracción del mundo simbólico –reino intermedio entre el de los conceptos y el de los cuerpos físicos– seguía frente a nosotros, decidimos abordar una sistemática exploración de la materia simbólica, hasta que ésta, rendida en lo factible, nos entregara algún oro de su caverna, a riesgo de percibir en ocasiones lo mítico de la empresa. De este modo nos pusimos al trabajo, consultando libros y libros, obras al parecer tan alejadas entre sí como el Mundus Symbolicus in Emblematum... cuam Profanis Eruditioni-bus ac Sententiis illustratus... del reverendísimo Domino Philippo Picinello; y los más recientes tratados de antropología y psicología profunda, sin descuidar –hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère– obras ocultistas como las de Piobb y Shoral, guiados en esto por la esclarecedora actitud de Carl Gustav Jung, en sus análisis sobre alquimia, que atestiguan hasta la saciedad su espíritu de humanista tan preclaro y abierto como riguroso es su sentido científico; avanzamos hacia el laberinto luminoso de los símbolos, buscando en ellos menos su interpretación que su comprensión; menos su comprensión –casi– que su contemplación, su vida a través de tiempos distintos y de enfoques culturales diversos, que ejemplarizan aproximadamente los nombres de Marius Schneider, Rene Guénon y Mircea Eliade, entre otros.
No ignorábamos el carácter de síntesis en que forzosamente tendría que parar nuestro estudio, dada la amplitud inimaginable del, mejor que tema, vastísimo grupo de temas. Sólo en una cultura y en una época –en el románico– Davy señala que la diversidad de fuentes ya excede las posibilidades humanas de investigación que habrían de abarcar: teología, filosofía, mística, liturgia, hagiografía, sermones, música, números, poesía, bestiarios, lapidarios, alquimia, magia, astrología, ciencia de los sueños, de los colores, drama litúrgico, literatura profana, folklore, tradiciones e influjos diversos, supersticiones, pintura, escultura, ornamentación y arquitectura. Pero tampoco queríamos ceñirnos a una fórmula monográfica, sino abarcar el mayor número posible de materias y de círculos culturales, comparando así los símbolos de la India, Extremo Oriente, Caldea, Egipto, Israel y Grecia con los del Occidente ulterior a Roma. Imágenes, mitos esenciales, alegorías y personificaciones, emblemas, grabados, habían de ser consultados para lograr nuestra finalidad, que no consistía, obvio es decirlo, en agotar ni relativamente ninguno de estos dominios, sino en buscar si su orden de significaciones era el mismo, en lo fundamental, que el de los campos próximos o lejanos. Nos bastaba, por ejemplo, que en una condecoración inglesa el lazo o anudamiento significara lo mismo que en el jeroglífico egipcio, o que la mano del amuleto marroquí coincidiera con la del talismán siberiano, o la del signum legionario de Roma. Si esto se producía en la mayor parte de casos consultados, había una «verdad objetiva y universal simbólica», un substrato firme en el cual apoyarse; y el método comparado aparecía como el idóneo por excelencia.
La consecuencia inmediata de esta universalidad, de esta constancia profunda sería que la determinación más amplia y general de significaciones resultaría valedera en cualquier dominio de la vida del espíritu. Se podrían «entender» las imágenes de la poesía hermética con los mismos principios y elementos útiles para los sueños, acontecimientos, paisajes u obras de arte. Encontramos en algunos autores la ratificación de ese valor esencial y continuo. Erich Fromm indica que, a pesar de las diferencias existentes, los mitos babilónicos, hindúes, egipcios, hebreos, turcos, griegos o ashantis están «escritos» en una misma lengua: la lengua simbólica. Esta obedece a categorías que no son el espacio y el tiempo, sino la intensidad y la asociación. De, otro lado, contra los que suponen que sólo lo utilitario vale, y que es utilitario lo técnico material, Gastón Bachelard afirma: «Ninguna utilidad puede legitimar el riesgo inmenso de partir sobre las ondas. Para afrontar la navegación son precisos intereses poderosos. Pero los verdaderos intereses poderosos son los intereses quiméricos». Nosotros hemos obedecido la orden de la quimera, si ella es la hablante; y lo hemos hecho no sólo por un deseo abstracto de conocimiento, como se sobrentiende. Indiferentes a la erudición por ella misma, sentimos con Goethe animadversión hacia todo aquello que sólo proporciona un saber, sin influir inmediatamente en la vida. Esa influencia se traduce en modificación y rememoración de lo trascendente. Desde un ángulo impersonal, la presente obra es una compilación comparada de temas simbólicos, apta para ser utilizada en la intelección de sueños, poemas, obras de arte, etc., donde exista material procedente de mitos, símbolos, leyendas, para mostrar de este modo todos los matices del motivo, por enriquecimiento de éste y universalización. Es evidente que el simbolismo, aun ofreciendo significaciones obtenidas –en su coherencia y virtualidad– de tan diversas y auténticas fuentes, no podrá pasar los torreados umbrales del escepticismo. Existen espíritus acristalados contra todo lo fluido, dinámico, rico en las presentes palabras preliminares de este pasaje del Tao-te-king, de Lao-tsé: Cuando un sabio de clase suprema oye hablar del Sentido, entonces se muestra celoso y obra en consecuencia. Cuando un sabio de clase intermedia oye hablar del Sentido, entonces cree y en parte duda. Cuando un sabio de clase inferior oye hablar del Sentido, se ríe de él a carcajadas.Y si no se ríe a carcajadas es que todavía no era el verdadero Sentido.
Por igual razón transcribiremos las palabras de Walter Andrae, en Die ionische Säule: Bauform oder Symbol?: «El que se asombre de que un símbolo formal pueda no sólo permanecer vivo durante milenios, sino también retornar a la vida después de una interrupción de miles de años, debería recordar que el poder del mundo espiritual, del que forma parte el símbolo, es eterno». Buscando el sentido auténtico de los símbolos, como decimos, más en su comprensión que en su interpretación, hemos sacrificado posibilidades de elaboración personal a la autoridad de las obras consultadas, las que se citan en el lugar correspondiente con cifras entre paréntesis. La elección de dichas obras ha sido realizada después de muchas lecturas y comprobaciones. Más que rectificar juicios de los autores, hemos omitido a veces lo que nos parecía arriesgado o especializado en demasía, pues, en simbolismo, especialización extrema suele acarrear degradación del significado a nimiedad alegórica o atributiva. Más que de citas de tales obras, se trata de alusiones a sus ideas, en coincidencia con nuestra opinión. No hemos querido llevar a su precisión última algunos aspectos de la doctrina simbólica, cual los relativos al espacio, a las formas y a los esquemas gráficos, ni acogernos a los estudios formalistas y académicos sobre el simbolismo. Deseamos que esta compilación posea la utilidad que ha tenido para nosotros, al corroborar a su través la unidad de los símbolos que aparecen en diversas manifestaciones de lo personal y colectivo, y al descifrar con ella algunos pequeños o grandes misterios.