El joven se desperezó cortamente, se levantó, husmeó sus medias dándose cuenta que tiraban unos días más sin lavar, se las puso, se miró al espejo, enderezó sus hirsutos cabellos, parpadeó como de costumbre, se puso las pantuflas que otrora fueran de su padre y bajó.
Ya frente a la mesa, olió lo de siempre, el café con leche que le preparó con mecanicista gusto su madre.
Al costado las tostadas ordenadas en pares, con mermelada de higo y manteca. En frente suyo una silla vacía.
Prontamente digirió su desayuno, casi rompiendo su propio record de un minuto cincuenta y seis segundos...se dijo para sus adentros “hoy va a ser un día estupendo”.
Subió las escaleras que llevaban a su cuarto, se desnudó, meneo sus caderas como en un neurótico ejercicio de anciano, sacó su jabón de glicerina de su mesita de luz, y penetró al baño.
Mientras el agua iba tomando el control de su piel, pensaba “donde podré conseguir un armazón americano para mis lentes...no veo la hora de encontrarlos”. Seguidamente se oyó de nuevo “Juan Andrés”, era la señal de que se había demorado más de lo masculino-solteramente permitido. Sus pudores fueron secándolo mientras caminaba ya, rumbo a la biblioteca.
Cada paso respondía a una voluntad conciente que investigaba e iluminaba, haciendo que lo obvio fuese solo la máscara de un misterio aún por resolver. Subió las escaleras de a un escalón empezando con su pie derecho, y terminando con el mismo pie, el cuál en un disimulado y artístico giro, lo perfilaba hacia el área donde las fuentes eran variadas y empapaban lo cotidiano de otros tiempos.
Consultó varios diarios y diccionarios; enciclopedias y bestiarios, panfletos y recetas, crucigramas y libros, en busca de una palabra, de un sentido, un anagrama, su destino.
Casi sin darse cuenta pasó la mañana y buena parte de la tarde, era hora de dar cátedra, de repetir y repetir, haciendo Eco de sí mismo repitiendo lo de otros, de sugerir caminos a un ciento de criaturas dormidas en la trágica vida, para una incipiente elite de almas despiertas a las sutilezas del proceso histórico.
En la clase, el problema era siempre el mismo “¿a quién mirar mientras hablo?”. “Si miro a un joven, pensarán que soy raro, si miro a una joven pensaran que tengo intenciones para con ella, si los miro a todos me perderé en las generalidades y seré partícipe de este mundo cargado de regularidades nublosas, sin rasgos ni pretéritos. Si miro una anciana pensarán que le tengo lástima por su edad.”. En definitiva y a sabiendas de que cerrar los ojos no era opción, siempre optaba por un intrigante juego de bizcos cambios sin aparente secuencia, donde todo lo que lo rodeaba era objeto posible de estudio, o como muchas otras veces, un alivio a su gran cuestión.
Sus manos, pese a que lo intentó desde estudiante, siempre respondieron a esa parte de la psiquis, llamada inconsciente. Se entretienen parando los “dry-penes” una y otra vez sobre el escritorio, en un juego de seducción puramente bibliográfica.
Pero había algo a su favor, faltaban solo dos clases para llegar a la correspondiente enumeración de museos en el Uruguay, y examinar las caras de asombro del estudiantado al ser éste, un número con creces mayor al imaginado. Y luego, como cereza al postre, o crema a la margarita, llegaría el momento donde la cátedra declaraba con voz fuerte, haciendo gala de que las palabras no son buenas ni malas, parafraseando a Onetti, “váyanse a la puta madre que los parió”. Oh! Catarsis, madre de todas las honestidades…
Ya en su casa, pidió permiso para tomar un refrigerio, ya que en el día había dejado gran parte de sí en pos de otros. Había llegado el momento de placer sumo. Sabía que solo restaban minucias antes de ver su barroco puzzle armado, con su grotesca cantidad de piezas en suma de diecinuevemil.
La verdad es que pudo haberlo terminado hacía mucho tiempo, pero este hecho podría haber sido interpretado como una falta de respeto a su padre, en la memoria de su madre.
“Pronto...Pronto...”se repetía una y mil veces, mientras colocaba casi de memoria las ocho piezas diarias, pero...de golpe perdió los estribos y respondiendo a su cada vez más insostenible desacato, empezó sistemáticamente a colocarlas una detrás de otra, acercándose peligrosamente al final del entramado.
Sin control, pero con algún vestigio de conciencia intentó detener sus manos, pero fue imposible, faltaban solo cuatro, ahora tres, dos...
Su glotis sintió la diferencia, Juan Andrés ante lo inevitable quiso no ser partícipe de su propio arrebato, demostrando ser capaz de un control inhumano, llevó la última ficha atrapada en su mano, hacia su boca...y ahí, sin más, se la tragó.
He aquí porque un hombre, por más raro u oculto que esté, siempre entra a formar parte de las ausencias del colectivo mundano, y ahí habitar incólume, como en su propia casa.
Con cariño a ti, Juan Andrés.
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