El joven Román, como todas las mañanas ingresaba a la conciencia recitando frases de Homero, en un canto mitad verbal, mitad mental: “Dime porque lloras y te lamentas en tu ánimo cuando oyes referir la suerte de los Dánaos y de Troya? Urdieronla los dioses, que hilaron su perdición, para que los venideros tuvieran asuntos que cantar.”. Su memoria era sin lugar a dudas asombrosa. En su persona convivían al parecer, las más nobles virtudes humanas, cultiváronle desde muy pequeño en las matemáticas, la geometría, la música, gimnasia y armonía.
Como todo joven, y más aún siendo un adolescente sub-urbano de una metrópoli cualquiera, Román tenía obligación mañana y tarde; liceo y gimnasio; mente y cuerpo...
Pero he aquí una vez más la comprobación de que ninguna pared es demasiado alta ni profundo el vacío, para detener e intimidar a un inquieto espíritu que todo lo escudriña, quiere y envuelve.
Román pedía más a la vida, a sus padres y a sus profesores. Su curiosidad parecía tan grande como su talento. Su aburrimiento era paralelo a su desdicha.
Esta situación típica de cualquier semi-dios, común a todos aquellos seres especiales que poblaron la tierra un día para sembrar sabiduría, tenía cansado a nuestro joven ciudadano de tercera, Román.
Todo empezó en su infancia, agradable como todas, lejos de los peligros y tranquila.
Tan solo con dos años, y pese a que se los habían prohibido insistentemente, ya había consultado el Oráculo de Belfast dos veces. Con solo tres años desarmó y volvió a armar una cafetera de su abuela, dejándola como nueva...a la cafetera.
A los cuatro años, puso un puesto de limonadas frente a la Esfinge, y hay quién dice que ésta se sonrió tímidamente al ver la capacidad de empresa del muchacho.
A los cinco, y ya con alguna experiencia, se suscribió a un curso por correspondencia de reparación de manivelas y lámparas de aceite, para poner su propio negocio en la esquina de Justica y Amézaga, con dos empleados a su cargo (historia ésta, que contaré en detalle algún día).
Román, que nombre!, que historia!
Bueno, volvamos ahora a su presente, un adolescente como todos.
El día tres de la estación de lluvias, dos lunas después del equinoccio de invierno, nuestro amigo debía dar su gran examen iniciático frente a las puertas sagradas de Wembley. Pese a que había estudiado, recordado, aprendido, intuido, remembrado y vaticinado todo lo concerniente a las preguntas, Román demostraba grandes señales de fatiga, ¿mental? o ¿emocional?, nadie lo sabía...
Faltaban poco para que el Sol llegase al cenit, y esa era la señal. El último repaso. La clave para empezar a responder y desenmarañar el misterio del examen.
Decidió concentrar todas sus inefables energías, recordando viejas técnicas orientales aprendidas en la única revista sin recortes de la sala de espera de su dentista .
Decidió experimentar el tiempo. La quietud y el movimiento, los mismísimos vestidos de la eternidad.
Entreabrió sus párpados (o los entrecerró, como se quiera), y sus dos ojos se dirigieron a la misteriosa aguja del reloj que rítmicamente avanzaba para volver luego al lugar de origen; después de dar una vuelta completa por los doce arcanos zodiacales.
Empezó a concentrarse, sus ojos quedaron fijos, siendo hipnotizado (aunque esta vez concientemente) por el tiempo, por el "tic" y por el "tac", la micro-respiración del universo sub-urbano.
Su mente se desplegó ante sus ojos, le mostró las innumerables caras de sí misma, los innombrables y originarios nombres de las cosas, los infinitos mundos...
Su estado se agudizó con una percepción directa del Misterio. Era tanta la información y tanta la conciencia, que parecía que las agujas del reloj se iban deteniendo poco a poco...algo estaba cerca...la absolución, la solución o la disolución...
Román, como un héroe de antaño, cruzó el umbral hacia los bosques oscuros, donde los temores toman formas grotescas de fieros animales...luchó con valentía con cada uno de ellos y terminó cortándole a todos sus horribles cabezas...
Sin duda, Román ya no era el mismo.
Se contempló de afuera, desde un lugar íntimo que ya no recordaba. Miró su pasado, su futuro, su cara, las agujas del reloj...éstas ya se habían detenido totalmente...como una fotografía instantánea de la realidad, que todo lo abarca para su sola percepción...y de pronto ella... su madre...
¡Román! ¿Qué haces mirando ese reloj? ¿No ves que está parado?, ¿Por qué no estás yendo a dar el examen?
¡Esto no lo voy a tolerar!
¡Si no queres estudiar, vas a ir al liceo militar!
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