La espadilla cortó la carne , la sangre brotó caliente, las gentes gritaron, el toro entregó su último quejido cansado al hueco espectáculo, murió con los ojos abiertos, soñó por un instante fugaz con su pradera verde, con su juventud quitada, deseó talvez llegar a la posteridad, pero no de esa forma...y juró por todos los dioses que no quería venganza, ¿no era después de todo, sólo un juego?...
Esa misma noche los niños soñaron con él, seguía vivo levantando arena a sus costados, resoplando aire caliente y sudor, haciendo gala de su musculatura, había sangre pero no había dolor.
Soñaban con la vida corriendo alegre por sus venas, soñaban con el aplauso, soñaban con el valor...no del torero, sino del toro, que pagaba con la vida el único juego que conocía y sabía jugar con los hombres.
Mucho tiempo después en el mismo lugar, aunque pueda ser otro de los tantos, la hierba verde ganó a la arena, el óxido pacientemente cubrió como un amante toda la estructura a la luz de los años. Las arrugas y ausencias del monumento, dieron más la apariencia de una dentadura inservible a esa máquina devoradora, que a los restos de una costumbre que por buena tiene solo el tiempo, el que ya fue.
Hoy, o tan solo ayer, vive en ese mismo lugar, la única escena posible desde el comienzo del tiempo, los niños ya crecieron, y hasta tal vez murieron viejos, pero sigue estando, como la capa de un torero, las figuras extrañas que deja el Sol en la hierba, como diciéndole al hombre cada vez que se propone dominar a la naturaleza: “ ole... “.
Y el toro sigue como en un sueño, jugando con los niños en cada pradera verde, con su bramido intacto, allá, donde el Sol festeja e ilumina también, los sueños de los hombres...
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